La Transfiguracion del Señor / The Transfiguration

LA TRANSFIGURACION DEL SEÑOR

Jesús había anunciado a los suyos la inminencia de su Pasión y los sufrimientos que había de padecer a manos de los judíos y de los gentiles. Y los exhortó a que le siguieran por el camino de la cruz y del sacrificio (Mt 16, 24 ss). Pocos días después de estos sucesos, que habían tenido lugar en la región de Cesarea de Filipo, quiso confortar su fe, pues, -como enseña Santo Tomás- para que una persona ande rectamente por un camino es preciso que co-nozca antes, de algún modo el fin al que se dirige: “como el arquero no lanza con acierto la saeta si no mira primero al blanco al que la envía. Y esto es necesario sobre todo cuando la vía es áspera y difícil y el ca-mino laborioso… Y por esto fue conveniente que manifestase a sus discípulos la gloria de su claridad, que es los mismo que transfigurarse, pues en esta claridad transfigurará a los su-yos” (Sto. Tomás, Suma teológica).
Nuestra vida es un camino hacia el Cielo. Pero es una vía que pasa a través de la Cruz y del sacrificio. Hasta el último mo-mento habremos de luchar contra corriente, y es posible que también llegue a nosotros la tentación de querer hacer compati-ble la entrega que nos pide el Señor con una vida fácil, como la de tantos que viven con el pensamiento puesto exclusivamente en las cosas materiales… “¡Pero no es así! El cristianismo no puede dispensarse de la cruz: la vida cristiana no es posible sin el peso fuerte y grande del deber… si tratásemos de quitarle ésto a nuestra vida, nos crearíamos ilusiones y debilitaríamos el cristianismo; lo habríamos transformado en una interpretación muelle y cómoda de la vida” (Pablo VI, Alocución 8-IV-1966). No es esa la senda que indicó el Señor.
Los discípulos quedarían profundamente desconcertados al presenciar los hechos de la Pasión. Por eso, el Señor condujo a tres de ellos, precisamente a los que debían acompañarle en su agonía de Getsemaní, a la cima del monte Tabor para que con-templaran su gloria. Allí se mostró “en la claridad soberana que quiso fuese visible para estos tres hombres, reflejando lo espiri-tual de una manera adecuada a la naturaleza humana. Pues, rodeados todavía de la carne mortal, era imposible que pudie-ran ver ni contemplar aquella inefable e inaccesible visión de la misma divinidad, que está reservada en la vida eterna para los limpios de corazón” (San León Magno, Homilía sobre la trans-figuración), la que nos aguarda si procuramos ser fieles cada día.
También a nosotros quiere el Señor confortarnos con la espe-ranza del Cielo que nos aguarda, especialmente si alguna vez el camino se hace costoso y asoma el desaliento. Pensar en lo que nos aguarda nos ayudará a ser fuertes y a perseverar. No deje-mos de traer a nuestra memoria el lugar que nuestro Padre Dios nos tiene preparado y al que nos encaminamos. Cada día que pasa nos acerca un poco más. El paso del tiempo para el cristiano no es, en modo alguno, una tragedia; acorta, por el contrario, el camino que hemos de recorrer para el abrazo defi-nitivo con Dios: el encuentro tanto tiempo esperado.
El recuerdo de aquellos momentos junto al Señor en el Tabor fueron sin duda de gran ayuda en tantas circunstancias difíciles y dolorosas de la vida de los tres discípulos. San Pedro lo recor-dará hasta el final de sus días. En una de sus Cartas, dirigida a los primeros cristianos para confortarlos en un momento de dura persecución, afirma que ellos, los Apóstoles, no han dado a conocer a Jesucristo siguiendo fábulas llenas de ingenio, sino porque hemos sido testigos oculares de su majestad. En efecto Él fue honrado y glorifica-do por Dios Padre, cuando la sublime gloria le diri-gió esta voz: Éste es mi Hijo, el Amado, en quien tengo mis complacencias. Y esta voz, venida del cielo, la oímos nosotros estando con Él en el monte santo (2 Pdr 1, 16-18). El Señor, momentáneamen-te, dejó entrever su divinidad, y los discípulos que-daron fuera de sí, llenos de una inmensa dicha, que llevarían en su alma toda la vida. “La transfiguración les revela a un Cristo que no se descubría en la vida de cada día. Está ante ellos como Alguien en quien se cumple la Alianza Antigua, y, sobre todo, como el Hijo elegi-do del Eterno Padre al que es preciso prestar fe absoluta y obe-diencia total” (Juan Pablo II, Homilía 27-II-1983), al que debe-mos buscar todos los días de nuestra existencia aquí en la tierra.
¿Qué será el Cielo que nos espera, donde contemplaremos, si somos fieles, a Cristo glorioso, no en un instante, sino en una eternidad sin fin? El misterio que celebramos no sólo fue un signo y anticipo de la glorificación de Cristo, sino también de la nuestra, pues, como nos enseña San Pablo, el Espíritu da testi-monio junto con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Y si somos hijos también herederos: herederos de Dios, cohe-rederos de Cristo; con tal que padezcamos con Él, para ser con Él también glorificados (Rom 8, 16-17). Y añade el Apóstol: Porque estoy convencido de que los padecimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria futura que se ha de manifestar en nosotros (Rom 8, 18). Cualquier pequeño o gran sufrimiento que padezcamos por Cristo nada es si se mide con lo que nos espera. El Señor bendice con la Cruz, y especial-mente cuando tiene dispuesto conceder bienes muy grandes. Si en alguna ocasión nos hace gustar con más intensidad su Cruz, es señal de que nos considera hijos predilectos. Pueden llegar el dolor físico, humillaciones, fracasos, contradicciones familia-res… No es el momento entonces de quedarnos tristes, sino de acudir al Señor y experimentar su amor paternal y su consuelo. Nunca nos faltará su ayuda para convertir esos aparentes males en grandes bienes para nuestra alma y para toda la Iglesia. “No se lleva ya una cruz cualquiera, se descubre la Cruz de Cristo, con el consuelo de que se encarga el Redentor de soportar el peso” (J. Escrivá de Balaguer, “Amigos de Dios”). Él es, Amigo inseparable, quien lleva lo duro y lo difícil. Sin Él cualquier peso nos agobia.
Si nos mantenemos siempre cerca de Jesús, nada nos hará ver-daderamente daño: ni la ruina económica, ni la cárcel, ni la enfermedad grave…, mucho menos las pequeñas contradiccio-nes diarias que tienden a quitarnos la paz si no estamos alerta. El mismo San Pedro lo recordaba a los primeros cristianos: ¿quién os hará daño, si no pensáis más que en obrar bien? Pe-ro si sucede que padecéis algo por amor a la justicia, sois biena-venturados.
Pidamos a Nuestra Señora que sepamos ofrecer con paz el dolor y la fatiga que cada día trae consigo, con el pensamiento puesto en Jesús, que nos acompaña en esta vida y que nos espe-ra, glorioso al final del camino. Y cuando llegue aquella hora en que se cierren mis ojos humanos, abridme otros, Señor, otros más grandes para contemplar vuestra faz inmensa. ¡Sea la muerte un mayor nacimiento! (J. Margall, Canto espiritual), el comienzo de una vida sin fin.


THE TRANSFIGURATION

This event is hard to understand. Why did it happen? What did it mean? Here are some things you need to know.
1What does the word “transfiguration” mean? The word “transfiguration” (Latin roots trans-“across” and figura-“form, shape”) means a change of form or appear-ance. This is what happened to Jesus in the event known as the Transfiguration: His ap-pearance changed and became glorious.
Who witnessed the Transfiguration? The three who are privileged to witness the event are Peter, James, and John, the three core disciples. (Andrew was not there or not included.)
Where did the Transfiguration take place? Luke states that Jesus took the three “on the mountain to pray.” This mountain is of-ten thought to be Mt. Tabor in Israel, but none of the gospels identify it precisely.
Why did the Transfiguration take place? The Catechism explains it this way: Christ’s Trans-figuration aims at strengthening the apostles’ faith in anticipation of his Passion: the ascent onto the ‘high mountain’ pre-pares for the ascent to Calvary. Christ, Head of the Church, manifests what his Body con-tains and radiates in the sacraments: ‘the hope of glory’ [CCC 568].
Why do Moses and Elijah appear on the mountain? Moses and Elijah represent the two principal components of the Old Testa-ment: the Law and the Prophets. Moses was the giver of the Law, and Elijah was consid-ered the greatest of the prophets. The fact that these two figures “spoke of his depar-ture, which he was to accomplish at Jerusa-lem” illustrates that the Law and the Proph-ets point forward to the Messiah and his sufferings.
What can we learn from this event? The Transfiguration was a special event in which God allowed certain apostles to have a privi-leged spiritual experience that was meant to strengthen their faith for the challenges they would later endure. But it was only a temporary event. It was not meant to be permanent. In the same way, at certain times in this life, God may give certain mem-bers of the faithful (not all of the faithful, all the time), special experiences of his grace that strengthen their faith. We should wel-come these experiences for the graces they are, but we should not expect them to con-tinue indefinitely, nor should we be afraid or resentful when they cease. They may have been meant only as momentary glimpses of the joy of heaven to sustain us as we face the challenges of this life, to help strengthen us on the road that will–ultimately–bring

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