“A palabras necias, oídos sordos”, dice un refrán popular; es decir, hay palabras que optamos por no escuchar, por ignorar. A veces podemos optar por no escuchar, pero aun así, las palabras tienen su efecto: pueden herir, curar, deshacer una relación o reconstruirla. La palabra es muy poderosa; pero es preciso algo más que escuchar, para que la palabra tenga efecto; hace falta un corazón que la reciba.
No se puede negar que tenemos buena voluntad. Amamos a Dios y quisiéramos hacer las cosas bien, según su voluntad y para su agrado; pero muchas veces hay demasiado ruido a nuestro alrededor: queremos tener más cosas. Las cosas materiales, además de ocupar espacio, nos hacen ruido en la cabeza y en el corazón: cuándo vamos a comprar lo que queremos, qué marca será mejor, cuál es la que tienen los vecinos, cómo la vamos a pagar, qué alegría le dará a nuestros hijos o qué envidia les vamos a dar a otros. Esos ruidos nos impiden escuchar la palabra de Dios, que se dirige a nosotros cada día.
Otras veces escuchamos y parece que vamos a hacer algo con lo que escuchamos; pero quizá andemos en relaciones enredadas; o en adicciones de juego, sustancias o incluso trabajo. Entonces, no nos queda el tiempo que sería necesario para llevar a cabo eso que vimos tan claro que tendríamos que hacer; y que podría ser tan sencillo como procurar ir a misa todos los domingos, implicarse en una acción por la justicia o ir a visitar a una persona anciana o sola.
Lo que es verdad es que la Palabra no regresa vacía; puede dar frutos en nosotros o volver a Dios con nuestra sordera o negativa. Si queremos presentarle a Dios oídos sordos, como el refrán, estaríamos diciendo que la Palabra es necia. Eso es muy duro y falso, pues la Palabra de Dios es el propio Jesús y solo habla de Dios Padre; solo habla de Dios y Dios es amor. No escuchar es una necedad de nuestra parte. Las cosas que hacen ruido son simplemente eso: ruido. Los ruidos no nos cambian la vida o nuestras capacidades o cualidades; no nos ayudan en nuestras relaciones, porque duran poco. La palabra que cae en la buena tierra de nuestro corazón, sin embargo, nos transforma en fruto del propio Cristo. ¿Cómo luciría ese fruto? Un fruto de Cristo es la persona paciente, amable, entregada y generosa que piensa más en el otro que en sí misma. Un fruto de Cristo es la persona que ofrece a los demás un espacio de paz, serenidad y amor. Un fruto de Cristo es la persona que brinda servicio a otros y cumple en su vida las obras de misericordia corporales o espirituales por las que se reconoce la presencia de Cristo en este mundo.
Para la Reflexión: ¿Qué tipo de tierra soy? ¿Me dejo llevar por los ruidos de las cosas o los embrollos de las relaciones o las mentiras? Cuando he escuchado la Palabra en lo hondo de mi corazón, ¿cómo he reaccionado? ¿Cuáles han sido los frutos que he dado?
“Foolish words fall on deaf ears,” says a popular proverb; that is, there are words we choose not to listen to and ignore them. Sometimes we choose not to listen, but even so, words have their effect: they can hurt, heal, undo or rebuild a relationship. The word is very powerful; but something more than just listen is necessary, in order for the word to take effect. We need a heart to receive it.
No one can deny that we have the best of intentions. We love God and we would like to do the right thing, according to his will and to please him; but often there is too much noise around us: we want to have more things. Material things, in addition to occupying space, make noise in the head and the heart: When are we going to buy what we want? What brand name would be better? Which one do our neighbors have? How are we going to pay for it? What type of joy will it bring our children? What type of envy will we cause in others? Those noises prevent us from hearing the word of God that speaks to us every day.
Other times we listen to it and it seems we are going to do something with what we listened; but perhaps we are struggling with tangled relationships; or addictions to gambling, substances, or even to work. Then, we do not have enough time to accomplish what we clearly knew we should, which may be as simple as attempting to go to Mass every Sunday, engaging in actions for justice, or visiting an elderly or lonely person.
The truth is that the Word does not return empty. It can either bear fruit in us or return to God with our deafness or denial. If we turned a deaf ear to God, as the proverb states, we would be saying that the Word is stupid. That is very harsh and untrue, since the Word of God is Jesus himself and it only speaks of God the Father; it only speaks of God and God is love. Not listening is foolish on our part. Things that make noise are just that: noise. Noises do not change our lives or our abilities or skills; nor do they help us in our relationships, because they have a very limited duration. The word which falls into the good soil of our heart, however, transforms us into fruits of Christ. How would such fruits look like? A fruit of Christ is a patient, kind, dedicated, and generous person, who thinks more about others than himself or herself. A fruit of Christ is the person who gives others a place of peace, serenity, and love. A fruit of Christ is the person who provides service to others and devotes his or her life to the works of corporal or spiritual mercy, by which the presence of Christ in this world is recognized.
For Reflection: What kind of soil am I? Do I get carried away by the noise of things or by the entanglements of messy relationships or lies? When I have heard the Word very deep in my heart, how have I reacted? What are the fruits that I have given?